El embrión es la destrucción.
Una palabra que suena fea.
Sin embargo, es la materia prima que utiliza la fábrica.
Lo rompe todo.
Lo deshace en millones de fragmentos.
Lo hace trizas.
Y cuando ya no queda nada de él,
le da vida mediante un soplo.
El segundo aliento vital lo hace visible.
El tercero lo pone en movimiento.
El cuarto le imprime un orden coherente.
El quinto le da una estructura sólida.
El sexto lo colma de cuñas. Sólo así podrá anclarse en la materia a perpetuidad.
El séptimo lo dota de un saber único e irrepetible.

El octavo teje un entramado entre el portador de ese conocimiento, el saber original y las vastas regiones del Infinito.
El noveno imprime una copia de la versión original en cada dimensión.
El décimo le insufla el potencial de maestría. Deberá ser paciente. Le insumirá la vida entera alcanzarla.
El caos es el útero de la Creación.

Misterioso.
Complejo.
Inasible.
Sensual.
Ilimitado.
Incontrolable.
Poderoso.
Dominante.
Fértil.
Insondable.
Un gajo muere para dar a luz un jardín del Edén.
En el punto exacto en donde se cruzan los planos de la muerte y el nacimiento, una embajadora del Infinito abre una puerta.
Aprovechará la oportunidad quién sepa usar sus alas.
En movimiento franco, los dos navegantes cruzan las fronteras de lo posible.
Se empapan de incienso consagrado,
que mana del Cosmos ilimitado.
En cada impulso,
crea un mundo y dos estrellas,
en el vientre del caos primigenio,
Desconocido.
Atrapante.
Seductor.
Incomprensible.
Desbordante.
La embajadora guía de la mano al viajero.
Lo conduce a la vera de un árbol,
Luminoso, incandescente, sabio.
Se encienden en él todos los colores del arco iris.
Es un sacerdote.
Intercede entre el Cielo y la Tierra.

Los frutos del árbol se convierten en mundos cuando atraviesan las fronteras que el viajero y la embajadora traspusieron en su viaje de ida.
Los mundos advienen en éter cuando penetran en la siguiente zona limítrofe.
El éter en vida, apenas supera la siguiente barrera.
El árbol le dice al viajero que le responderá una pregunta, si sabe formularla bien.
“Admiro tu sentido del equilibrio. ¿Cómo haces para mantenerte siempre firme, cuando te azotan las más inclementes tormentas?”.
– Yo soy la tormenta. Adopto la forma de un árbol para darle una dirección creativa a mi esencia ilimitada. No lucho contra ella. Me destruiría. No la combato. Me aniquilaría antes de haberlo intentado. No la enfrento. Terminaría arrasado. Me hago uno con ella. Dejo que me penetre y nutra mi existencia de la más poderosa presencia. No le levanto barricadas. Dejo que me recorra a gusto, y haga de mí, su mejor obra. No le opongo resistencia. Me entrego a ella, aunque no la comprenda. Le confío a ciegas la totalidad de lo que soy. Si me astilla, será para pulirme. Si me corta las ramas, será para que me crezcan más fuertes. Si me poda las hojas, será para que los nuevos pimpollos florezcan más intensos. Si me arranca las raíces con los dientes, será para que las próximas me anclen con más vigor a la tierra. La apariencia de equilibrio que vez en mí, es producto de la acción de fusionarme con ella, y dejar que me moldee. Pero ese aspecto de equilibrio es sólo una visión para tus ojos. Dentro mío existe una constelación de fuerzas en pugna, combates milenarios desatados por enemigos irreconciliables, flujos poderosos colisionando como meteoritos desorbitados, remolinos de vida que desbordan todos los límites, mareas de intensidades contrapuestas, la paz y la guerra en retroalimentación incesante. Es cuando esa fuerza indomable me hace el amor, que su manifestación visible deviene en el estado de armonía que tu mirada captura. Es durante ese estado de equilibrio perpetuo cuando tus ojos desean no despegarse de él nunca más. Intuyen que esa cópula sagrada de los contrarios, es el germen de la Creación. En su añoranza de regresar al útero de la madre divina, tus ojos quedan subyugados por el efecto hechizante que su acción amorosa y salvaje le imprime a mi imponente envoltorio, porque tus ojos no pueden ver el éxtasis, pero yo sí puedo sentirlo.
Pablo Vaserman
Responder